Del gnosticismo y del método gnóstico: un camino para vaciar el Evangelio.
Una píldora histórica
En los primeros siglos coexistieron variedad de interpretaciones sobre el kerygma cristiano. La disputa —más vasta de lo que suele suponerse— fue resuelta por la Iglesia apostólica, la cual alcanzó su predominio doctrinal a la luz del Imperio romano, es decir, se irguió como catolicismo. No es objeto de este análisis profundizar en la congruencia entre el cristianismo primitivo y el posterior. Lo cierto es que la Iglesia de Roma disolvió aquellas disputas determinando qué es lo que debía considerarse parte del catolicismo propiamente dicho y qué no.
Este marco histórico, aunque resumido de manera algo cataclísmica, ofrece el contorno dentro del cual debemos situar este breve análisis: en esos primeros años florecieron los llamados “cristianismos primitivos”, que —como ha señalado un autor español— derivaron en cristianismos derrotados. Conviene añadir que esa variedad se explica en parte por la expansión alejandrina y se acentúa en el periodo helenístico; allí se origina un fenómeno que Spengler denominará posteriormente como “pseudomorfismo”, entendido como un proceso de desplazamiento religioso y simbólico.
En este contexto general de movimientos cristianos emergentes, el gnosticismo cristiano surge, entre otros representantes, con Marción de Sinope, un cristiano —es decir, miembro de una de aquellas sectas que pugnaban por el predominio interpretativo antes mencionado— que sostenía una visión dualista radical posteriormente denunciada por varios Padres de la Iglesia, entre ellos Ireneo de Lyon (Adversus Haereses).
Este dualismo radical afirmaba la existencia de dos dioses: Yahveh, el del Tetragrámaton del Antiguo Testamento, aunque en aquella época aun no existía tal distinción, y el del Nuevo Testamento, revelado en Jesucristo como una realidad divina distinta.
De Marción tenemos escasa información, ya que su obra no fue conservada, en parte eliminada por la Iglesia y por el paso el tiempo; por ello, nos basamos principalmente en lo que sus críticos patrísticos escribieron sobre él. En su labor de depuración, Marción separó para su canon bíblico todos los elementos de raíz judaica y conservó únicamente las siete primeras cartas paulinas y, parcialmente, el Evangelio de Lucas, que —según la tradición— fue discípulo de Pablo. Por supuesto, siempre con reparos, inclusive en sus textos seleccionados, ya que también tamiza en ellos un discurso profano con residuos judíos y destellos de la revelación propiamente cristiana. Su propósito fue la separar la paja del trigo aun en su propia selección.
Finalmente, Marción fue excomulgado y declarado hereje: de hecho, fue considerado el primero de ellos. En torno al marcionismo, y no porque dependan de él, nos iremos encontrando otros relatos gnósticos basados en Simón el Mago, el himno de la Perla, El poimandres de Hermes Trimegisto, el valentinismo, el maniqueísmo que también suele añadirse en este espectro gnóstico.
Con esta brevísima introducción histórica queremos adentrarnos en la cuestión de los abordajes gnósticos de la Biblia en el cristianismo católico. Hacemos esta acotación dado la hermenéutica gnóstica no es propiamente cristiana, sino que puede, y lo ha hecho, surgir en distintas tradiciones religiosas, asociadas al libro especialmente.
Nuestro propósito no es apelar a una falacia de autoridad (aunque los católicos, ciertamente, reconocemos la autoridad legítima en materia de fe), sino mostrar cuáles son los vicios del gnosticismo y cómo impactan en la comprensión del ser humano. Dicho de otro modo, cómo una religión determina a un pueblo: su núcleo ético-mítico, es decir, el modo en que el mito —no como elemento divino para ese pueblo, sino como estructura simbólica— incide en su forma de vida**.
Sobre el método gnóstico
Acá vamos a utilizar esta idea de símbolo racional, es decir, el símbolo sobre el que se dan razones. La pregunta retórica que nos hacemos es la siguiente: ¿qué lleva a la teología cristiana a hacer esta elaboración conceptual? La respuesta nos remite de manera directa a la gnosis.
Llevemos esto a un ejemplo concreto para no caer desde el principio en un método abstracto o poco ilustrativo: fueron los gnósticos los que se hicieron la siguiente pregunta: ¿de dónde viene el mal?
Y tal vez la respuesta sea tan perjudicial como la pregunta misma, pues en el intento de responderla se pasa de una posición anti-gnóstica a una cuasi-gnóstica. En el reconocimiento del pecado, en su búsqueda, parece que hay un misterio de iniquidad, como una muralla impenetrable que convierte a la gnosis en una tentación. Comienza como una sana curiosidad que se va degenerando en el proceso.
El mal —como la privatio boni agustiniana en la discusión contra los maniqueos (De Natura Boni; Contra epistulam fundamenti)— no es algo; no tiene ser: es obra de la libertad del ser humano. Comprender esta declaración ontológica desde el inicio permite acotar aquellas visiones que abordan la tesis del mal como una naturaleza.
Para los sistemas gnósticos, en cambio, el mal tiene cualidades físicas que penetran en el hombre desde afuera. De este modo recaemos en una soteriología cosmológica: el cosmos se convierte en un elemento de perdición o de salvación, y la moral queda desclasificada. Así se produce el dualismo entre cosmos y espíritu.
El análisis gnóstico es incompleto si no se menciona la alegoría y su uso particular dentro de estos sistemas. En la tradición filosófica griega, la alegoría se utilizaba para concordar cuentos y figuras míticas con el pensamiento ilustrado: Zeus encuentra en el mundo estoico su análogo en la razón cósmica. En cambio, en el abordaje gnóstico hay una subversión peculiar que intentaremos abordar en los próximos párrafos.
Esta rebeldía alegórica vamos a ejemplificarla, pero no como ellos lo hacen en la “literatura” cristiana —para eso reservamos el análisis propio— sino directamente en el mundo griego, a fin de demostrar qué es lo propio del método gnóstico y por qué éste recae en blasfemias permanentes contra el cristianismo católico, aunque sea en el corazón del método y no necesariamente en su forma explícita.
La alegoría de Zósimo de Panópolis
El alquimista Zósimo de Panópolis (siglos II-IV d. C.), autor de algunos de los tratados de alquimia más antiguos conservados, ofrece una lectura gnóstica alegórica de Hesíodo, el poeta griego. En la mitología helénica, Zeus ocupa el lugar supremo del panteón: no es el único dios, pero su soberanía es indiscutible. Zósimo divide a la humanidad entre los filósofos, que dominan sus pasiones (neumáticos) y están por encima de la “heimarméne” (orden cósmico), y los que están debajo, los mundanos (corporales), los que siguen el orden establecido.
Los primeros, los que dominan sus pasiones, incluso rechazan las bondades ofrecidas por Zeus, siguiendo la lectura de Hesíodo a partir del comentario de Prometeo: “no aceptes los dones de Zeus” (Hesíodo, Los trabajos y los días, V. 105).
Aquí comienza la inversión, la alegoría rebelde: Prometeo, el retador y víctima de Zeus, se convierte en el soberano cósmico; es el principio superior del universo (la alegoría de lo que está arriba). Zeus, en cambio, se vuelve objeto del desprecio, porque representa el orden cósmico. El dios supremo del mundo antiguo se convierte en un ser inferior, tiránico e ignorante, mientras que el rebelde se vuelve el portador del conocimiento: la víctima del mito clásico se transforma en el héroe espiritual.
De manera paralela, Yahveh se transforma en demiurgo, y Zeus se transforma en la heimarméne. Prometeo, en cambio, es el tipo cristológico-gnóstico: el que trae la luz y pone orden al mundo.
Sobre la alegoría en el método
El gnóstico no crea su mitología ex nihilo: parasita los mitos previos, los invierte, subvierte la soteriología y les cambia el eje. Lo divino se vuelve inferior; lo que era castigo se vuelve redención, no como parte de una hermenéutica filosófica que toma el mito y lo lleva al logos, sino como parte de un mito que cambia su propia estructura mítica constitutiva: un mito es reemplazado por otro. El método gnóstico no es alegorización, sino inversión ontológica. Mientras que la alegoría cristiana supone un hecho, la gnóstica supone un símbolo previo: sustituye un hecho por un mito anterior.
Con el argumento de la falta de alegoría, todo lo que es imagen, símbolo o parábola queda integrado en un saber que adecua el discurso a la imagen. Dicho de otra manera, la parábola ya no es simplemente una parábola que se expresa claramente en su decir, sino que guarda algo más: un saber oculto adicional, esotérico y accesible para unos pocos.
El problema no está propiamente en el arte de alegorizar, sino en desde dónde, cómo (qué se invierte) y con qué fines se alegoriza. Para el gnóstico, el sentido literal es indiferente; más bien, es un velo que oculta la verdad. La alegoría, en el gnóstico, justifica un sistema ontológico previo: el texto se reinterpreta para ajustarse a él y no a la inversa. De este modo nace una mitología dogmática.
Retomando nuestro primer ejemplo retórico, el mal ya no es moral ni ético: está inserto en los mismos tejidos del universo, y de allí es necesario escapar. Este es el momento de la salvación: huir de todo ese cosmos hostil a través de la gnosis (conocimiento). Es la puja por salir de lo meramente material (corporales), atravesar el alma (psíquicos) y finalmente llegar al espíritu (neumáticos).
Esta apertura indiscriminada de la alegoría fue objetada por San Agustín en su carta a Vicente el Donatista (Agustín, Epistula 93, Ad Vincentium), cuestión que, para el católico, está resuelta desde la dogmática más clásica. Sin embargo, como hemos propuesto al inicio del recorrido, no es menester de este análisis servirse de la autoridad que la Iglesia católica nos concede. Entonces, ¿por qué debemos acotar la alegoría?
Partimos del presupuesto de que la Escritura tiene un autor, y ese autor es Dios mismo. Si no partimos del texto, sino de la alegoría, dejamos de hacer una exégesis cristiana y comenzamos a construir una gnosis: un sistema autónomo como los nombrados al inicio. En la exégesis gnóstica o esotérica, la alegoría es el punto de partida: el texto expresa algo previo, alegórico, y no un hecho. De manera que el texto pierde su carácter de enseñar y se vuelve vehículo de lo ya enseñado. Esto aniquila la historia de la salvación, puesto que lo hecho y lo dicho se diluyen en el mar de la alegoría. Con esta disolución, la Encarnación claudica en virtud de la clave simbólica. Dicho de otro modo, se pierde la revelación —el cara a cara de Dios con el hombre— en favor de una proyección interior del hombre: ahora es el hombre, en su inmanentismo, el que se manifiesta.
Docetismo necesario, pero ocultado en la tradición
De este enunciado práctico se deduce la raíz del docetismo gnóstico. Su confrontación con la Encarnación no es una discusión sobre la Encarnación misma, sino la consecuencia necesaria de una deducción ontológica: docetismo (incorporalidad). Por ello es erróneo adoptar una metodología gnóstica y, al mismo tiempo, aceptar la Encarnación como si esta no fuera un producto derivado de ese mismo proceso, es decir, hay una incoherencia metafísica de fondo. Es el error típico del neognosticismo arquetipal: no está dispuesto a abandonar la tradición —hoy plenamente católica—, pero tampoco a renunciar a la metodología gnóstica, que no debe ser vista, porque considera que esta lo conduce a la salvación verdadera: la gnosis.
Esta necesidad de adaptación tampoco es novedosa. Ya fue denunciada por muchos Padres de la Iglesia como una metafísica incongruente o, de manera más categórica, por Ireneo de Lyon: «cada uno de ellos inventa algo todos los días, y ninguno es considerado perfecto si no es capaz de producir estas novedades» (Adversus Haerenses, I, 18, 5).
Aquí surge la gran incongruencia del sistema: aceptan la Encarnación para no confrontar la tradición, pero lo hacen en un ambiente demiúrgico que desemboca en un marcionismo intelectual implícito. No pueden aceptar la existencia de un Demiurgo (para ellos, el Dios del Antiguo Testamento), porque caerían en una herejía explícita y, siguiendo la misma lógica ontológica, en el docetismo. Es decir: de pescar en mar abierto (los fieles católicos) pasarían a pescar en una pecera (el gnosticismo declarado herejía). De este modo, el sistema se vuelve una falsedad evidente: los versículos bíblicos quedan separados de sus capítulos, y los Padres de la Iglesia son reducidos a fragmentos convenientes independientemente del discurso englobante. Todo ello se hace con el objeto de reconfigurar la interpersonalidad trinitaria.
La época posmoderna —la de los pequeños fragmentos— no podría ser más propicia para este soliloquio castrado de la verdad; sin embargo, aun así se enfrenta al mismo problema de los primeros siglos, y con las mismas ventajas, como ya denunció san Agustín: su discurso, analizado en conjunto, solo tiene sentido dentro de una secta, pero resulta ideal para atraer ignorantes y curiosos en materia religiosa. Es un discurso elaborado, aunque profundamente ajeno a la tradición, por más que sea la tradición la que se invoca para justificar lo ajeno de la elaboración discursiva, como quien rechaza lo presente para rememorar un pasado idealizado que nunca existió.
Ciertamente, el corazón tradicionalista guarda un valor en el catolicismo; pero el gnóstico defiende una tradición que jamás existió. Más bien, se ocultan en la tradición y la utilizan como vehículo para infiltrar un discurso que no solo le es ajeno, sino ampliamente combatido dentro de ella. La tradición funciona, así, como escaparate.
El método gnóstico como ontología
En apariencia, con arreglos a su concepción, esta desgarradura del texto eleva “metafísicamente” al gnóstico, que está al nivel del espíritu —un neumático— y no al nivel de la palabra, como los psíquicos (los católicos).
De lo que se trata, en realidad, es de un puro movimiento intimista que, al perder vínculo con Dios, queda indeterminado. Esa indeterminación le permite un juego interior donde el yo rechaza al sí: una alteridad en el yo que rebasa la imaginación del poeta, quien se sorprende dogmático al escucharse pensar. Es un yo ante sí, totalmente incapaz de apostatar: es la distinción de lo que no es distinto en absoluto. En ese movimiento interior, el proceso de gnosis se confunde con la libertad que ejerce el que conoce (gnóstico) hallándose a sí mismo como límite de su movimiento. Es una ontología que retorna a Dios al mismo, y la promoción de la libertad es la respuesta a la declinación que le produce la alienación de la presencia del Absoluto. Cuando se rompe ese movimiento interior, la crítica ontológica que descubre ese dogmatismo y cuestiona esa libertad ontológica se hace presente y se deja al yo (ese yo que piensa ante sí) cuestionado, en situación de extrañeza ya no consigo (este yo ante sí), sino con el Absoluto que lo exhorta desde afuera: la libertad es cuestionada por la justicia, la metafísica es predecesora de la ontología contra toda la tradición occidental.
Este acontecimiento donde Dios queda integrado a un sistema se da en el imperio de la razón y el despliegue de ella es el conocimiento como tal. Y en este imperio de la razón la libertad se sacraliza, es la razón soberana donde todo limite es escudriñado y finalmente franqueado. La aprehensión del ser se da en una relación de saber donde la justicia se subordina a la libertad. Este yo autárquico no niega a Dios, comprende la existencia de la relación, pero como posesión del Absoluto por el mismo. Es una egolatría incardinada en el seno del Evangelio.
Conclusión:
Pero salgamos de la ontología y volvamos al discurso ejemplar: en la disputa de san Agustín contra el maniqueo Fortunato aparece una pregunta retórica decisiva: ¿por qué Dios —el verdadero Dios, no el demiurgo elaborado por los gnósticos— habría permitido que su propia sustancia sufriera el contacto con el mal (la materia)? Si Dios así lo quiso, parecería cruel; si no lo quiso, parecería impotente. Bajo estos supuestos, el hombre quedaría convertido en víctima de Dios.
Aquí podemos hacer pie en lo ya expresado: el puro movimiento inmanente del sistema gnóstico se desarma ante el Absoluto, no ya en el plano de la revelación —que el gnóstico desarticula o vuelve irrelevante—, sino ante el mero hecho de su existencia silenciosa, no moldeable por el mito.
A partir de esta fractura, el esquema gnóstico opera siempre del mismo modo: Dios Padre es escindido de la Trinidad y convertido en un principio enfrentado o distante, reduciendo la unidad trinitaria a una forma de dualismo encubierto. El Hijo, a su vez, ocupa el lugar del Padre, pero no como el Verbo encarnado que revela al Padre, sino como mediador de un conocimiento reservado; la revelación permanece nominalmente, pero su sustancia es radicalmente vaciada.
Allí donde el cristianismo afirma que Dios entra en la historia para redimirla, el gnóstico afirma que la historia debe ser negada para que el hombre ascienda hacia su propio dios interior, presentado como el auténtico “espíritu” (santo). La Encarnación —histórica, sacramental y real— es sustituida por una economía de la interioridad cuyo centro ya no es Cristo, sino la propia autognosis.
He aquí el meollo de la cuestión: mientras la fe católica confiesa el ingreso de Dios en la historia de la salvación, el gnosticismo exige la fuga del mundo para ascender hacia un principio espiritual interno. La economía de la Encarnación se vuelve un obstáculo que el gnóstico debe superar, pues ya ha reemplazado la instancia sacramental en su materialidad sensible —que les resulta irrelevante: agua, pan, vino, carne, óleo— por la gnosis, el verdadero sacramento que sustituye a los anteriores en el ámbito de la razón, que vale más que la realidad sacramental eficaz, y en torno al cual se moldea el Evangelio como arcilla entre los dedos.
Quien ingresa en este periplo difícilmente encuentre salida porque «leen con animo torcido. Por ser necios no entiende y por ser ciegos no ven»:
«Eso es debido a que, al ser malvados, los leéis con mala intención; al ser necios, no los entendéis; y, al ser ciegos, no los veis. No se requiere nada del otro mundo para hacer un examen esmerado y descubrir la coherencia, grande y saludable, de dichos escritos. Mas era necesario que el afán de litigar no os extraviase y que la piedad os ayudase» (San Agustín, Contra Faustum XXII, 60)